El TS ante la encrucijada del IAJD

La reciente derogación del artículo 68.2 del Reglamento del Impuesto de Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados por parte del Tribunal Supremo ha generado un gran revuelo a todos los niveles: financiero, mediático, jurídico y político. La sorpresa se transformó en expectación debido al posterior anuncio de que la sentencia sería revisada. Y ahora, ¿Qué?

Para el caso de las hipotecas, realmente hay dos momentos que están sujetos a impuesto. El primero es el de la propia concesión: el mero hecho de la concesión de una hipoteca se considera una transmisión patrimonial onerosa y debería estar gravado por el impuesto que lleva el mismo nombre. Posteriormente, por exigencia del Código Civil (art. 1280 y 1875) y la Ley Hipotecaria (art. 145), para que la hipoteca se considere válidamente constituida debe producirse la inscripción en el Registro de la Propiedad. Este segundo acto, de inscripción, estaría gravado por el impuesto de actos jurídicos documentados, en su modalidad de documentos notariales. Ahora bien, por las normas de incompatibilidades entre tributos comprendidas en la ley del IVA y el Real Decreto 1/1993, de 24 de septiembre, estos dos impuestos no se solapan sino que uno prevalece sobre el otro, que queda exento del gravamen. De esta manera, el tributo a pagar es el de Actos Jurídicos Documentados, que grava la inscripción registral.

Aclarado que el objeto de gravamen es la inscripción registral y teniendo en cuenta que la inscripción es una obligación legal -y no opcional, como en otros casos-, la pregunta que sigue es, ¿A quién corresponde pagar el tributo? Bien, pues además de que el legislador en ningún momento fundamenta la existencia de esta obligación, tras la derogación del artículo no queda precisado quién es el beneficiado de la inscripción de la hipoteca como sí ocurre en la regulación relativa a las hipotecas legales del artículo 1875.2. En este artículo, el legislador explícitamente reconoce que hay un sujeto a cuyo favor establece hipoteca la ley para luego reconocerle el derecho a exigir el otorgamiento e inscripción del documento en que haya de formalizarse la hipoteca. Al no estar ya expresado siquiera con la parquedad de antes, para saber quién debería pagar el tributo solo podemos atenernos a las interpretaciones del tribunal sobre la relación del prestador y el prestatario y las circunstancias en que se concede el préstamo.

Ante esta incertidumbre, al TS debe tratar de dilucidar quién sale de facto más beneficiado, esto es, quién es el principal interesado en la inscripción y, por tanto, debe asumir la carga del tributo. Si pensamos en estos términos, los bancos llevan las de perder por varias razones. En primer lugar, la inscripción de la escritura en el Registro de la Propiedad permite que la póliza del préstamo sea título ejecutivo por sí sola y que el banco pueda conseguir el embargo de bienes incluso antes de que se conteste a la demanda. Además, con el registro se puede impedir que futuros prestamistas garanticen su préstamo con una hipoteca posterior sobre el mismo inmueble. En ambos casos, las entidades financieras ganan en seguridad jurídica, en tiempo y en el dinero que, de otro modo, perderían en litigios. Sumado a esto, hay una razón por la que el prestatario no debería asumir el tributo. Es una razón más de sentido común que estrictamente jurídica y precisamente por eso viene muy al caso, pues hemos llegado al punto de tener que atenernos a meros razonamientos del tribunal por ausencia de texto legal explícito: el cliente ya entrega al banco toda la información que se le requiere para saber si es solvente o qué expectativas de cumplimiento de los pagos puede tener el banco -y nada nos hace pensar que no entregaría más, si se le solicitase-. Con esta información el banco puede decidir si conceder la hipoteca o no. Desde este punto de vista, el sentido de la inscripción registral sería el de garantía adicional para el banco, permitiéndole cubrirse las espaldas en caso de haber seleccionado mal a quién conceder hipotecas. Así, en la medida en que el cliente coopera cumpliendo con los requisitos que el banco establece, no debería tener que cargar con la inseguridad de la entidad sobre sus propios criterios de selección de clientes y, concretamente, de concesión de hipotecas. En este sentido, lo peor que podría ocurrir es que los bancos fueran más minuciosos -o responsables- a la hora de conceder hipotecas.

En cualquier caso, hay dos realidades que desde una óptica más amplia no se pueden dejar de destacar. La primera es la imagen de arbitrariedad e inseguridad jurídica que la justicia española está proyectando por causa de la decisión del TS de dejar el fallo en suspensión tras la reacción de los bancos. Sugiere que las decisiones judiciales están -y no deberían- condicionadas por las consecuencias económicas y políticas y que los tribunales están sometidos a una presión que no deberían tolerar. La segunda es que, con alta probabilidad e independientemente de cual sea el fallo, cualquier decisión terminaría perjudicando al prestatario porque el banco puede sortear la carga que supone el impuesto reflejándolo en los tipos de interés que acaba pagando el cliente. Así, aunque quien efectúe el ingreso del tributo en la hacienda pública sea la entidad financiera, de facto lo habrá pagado el cliente. Con el añadido de que, en caso de que hubiera retroactividad, el sector financiero español asumiría de la noche a la mañana una deuda que se estima en miles de millones de euros.

Ahora, la mujer del César tiene que elegir entre parecerlo asumiendo la decisión tomada y defendiendo su independencia -a costa de convulsionar el sistema financiero español- y retractarse, víctima de la presión -a costa del de descrédito del sistema judicial español-. O, lo más probable, se adoptará la decisión salomónica de limitar la retroactividad a los últimos cuatro años. De uno u otro modo, sabremos el resultado el próximo 5 de noviembre.

Laura Díaz Hervás
Jurista y Especialista en Legal Tech.

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