Curiosidades del derecho inglés III: La Constitución no escrita

En los últimos meses, el Parlamento británico ha ocupado todos los titulares al rechazar múltiples veces el acuerdo de Theresa May con respecto al Brexit. La cuestión no es peregrina, pues el Parlamento es la piedra angular del sistema político-constitucional del Reino Unido. A lo largo de este artículo daremos las claves de su de su hegemonía institucional.

La cuestión de la soberanía

Si les preguntase quién es el soberano del país ¿qué responderían? ¿Quién tiene el poder inapelable? Desde luego, la pregunta se puede encarar la pregunta de muy diversas perspectivas. Juristas como Hans Kelsen o Lord Linsday of Birker nos dirían que la Constitución es la auténtica soberana, pues esta es la ley de leyes que dota de legitimidad al resto de normas jurídicas. Por otra parte, según Carl Schmitt, el soberano no podría ser la Carta Magna, sino aquel que tenga la capacidad de suspenderla y de decidir de forma extrajurídica sobre el cuerpo político.

La redacción de las Constituciones occidentales, imbuidas en la tradición ilustrada, establecen que la soberanía reside en el pueblo o en la nación. Siendo kelsenianos diríamos que la Constitución hace al pueblo -o a la nación, en su caso- depositario de la soberanía, articulando a tales efectos un marco político. Ahí está el artículo 1.2 de la Constitución española, el primero de la italiana (quizás la más ilustrativa1) o el tercero de la francesa.

Más allá del canal de la Mancha

Y ¿qué podemos encontrar al respecto en la Constitución británica? Pues estaríamos en un apuro, pues en el Reino Unido no hay ningún librito legal, con muchos artículos, que ponga Constitución en la portada. No podemos ir a la web del Parlamento y descargarnos la Constitución en formato PDF. No hay una ley de leyes jerárquicamente superior al resto de la legislación parlamentaria, que podamos encontrar en cualquier biblioteca o librería.

Entonces ¿no tienen Constitución? En puridad, sí. Tradicionalmente se dice que el Reino Unido, al igual que Israel o Nueva Zelanda, carece de una Constitución formal o escrita. Con ello se quiere decir que sí existe una Constitución en sentido material, pero que nunca ha sido codificada. ¿Cuál es el contenido de esa Constitución material? Existe toda una amalgama de leyes, sentencias e incluso elementos ajenos a lo jurídico (y por tanto no vinculantes), como costumbres, convenciones y trabajos académicos, que asientan la estructura político-jurídica del Reino Unido.

Incluso existiendo leyes con naturaleza constitucional, otra circunstancia paradigmática del Reino Unido es que, a priori, todas las leyes están al mismo nivel jerárquico. Aunque pueda sorprender a muchos, en Reino Unido, las disposiciones referidas a los derechos humanos están contenidos en una ley (Human Rights Act 1998) que no es superior en rango a, por ejemplo, la legislación penal. En consecuencia, tampoco existe un control de constitucionalidad de las leyes.

La soberanía parlamentaria como pilar de la Constitución

A.V. Dicey, uno de los juristas ingleses más importantes de la historia, señaló en su obra de 1885 Introduction to the Study of the Law of the Constitution los tres grandes principios del sistema legal británico: la separación de poderes, el imperio de la ley, y la supremacía del Parlamento.

La separación de poderes y el imperio de la ley parecen algo compartido por todas las Constituciones democráticas de nuestro entorno. La supremacía del Parlamento es, sin embargo, bastante más infrecuente y tan británica como las cabinas rojas, James Bond, o cualquier otro producto kitsch de tienda de suvenires londinense.

La supremacía parlamentaria implica en palabras de Dicey, que “nadie más que el Parlamento puede hacer leyes, y ningún individuo o institución puede invalidar o rehuir la legislación parlamentaria”. El parlamento, por tanto, hace y deshace leyes, sin que su poder no esté limitado por ninguna ley. Partiendo de esta definición, podemos decir que el Parlamento es el auténtico soberano del Reino Unido2, aunque en el lenguaje llano equiparemos soberano a monarca.

Teóricamente, y en términos jurídicos, el Parlamento tiene poder infinito. No hay límites materiales, espaciales ni temporales3 a su poder. Incluso la más disparatada norma penal con efectos retroactivos resultaría válida de ser aprobada por este.

La soberanía parlamentaria no es producto de una ley; es el presupuesto de las mismas. Es el resultado de un lento proceso histórico, en el cual el Parlamento fue sustrayendo poderes a la monarquía, que va desde Simon de Monfort hasta la Revolución Gloriosa. El Parlamento, a lo largo de los siglos ha alterado cuestiones tan vitales como la religión del Estado, las leyes sucesorias, la duración de las legislaturas o las prerrogativas reales mediante sus leyes (Parliamentary Acts). Es esta supremacía parlamentaria, junto a la ausencia de normas con rango supralegal, lo que ha permitido el continuismo político y el reformismo en Inglaterra.

¿Poder ilimitado?

Como habíamos dicho, la teoría diceana establece categóricamente la infinitud del poder parlamentario, lo cual ha sido cuestionado en varias ocasiones por distintos autores a lo largo del tiempo.

Existe un límite lógico (previsto por el propio Dicey), vinculado a la paradoja de omnipotencia, por el cual, resulta obvio que el Parlamento, si es soberano, no puede ser válida ninguna ley que no sea ulteriormente derogable o modificable por el propio legislativo. Es decir, no puede haber límites al poder parlamentario, ni siquiera cuando estos sean autoimpuestos. Una hipotética cláusula de intangibilidad o inmutabilidad en un texto legal no puede surtir efecto, pues de lo contrario se incurriría en un fraude constitucional.

Otro límite, bastante evidente y metajurídico (por tanto, no sirve como crítica a Dicey), es el límite fáctico. Jean-Louis de Lolme decía que “el Parlamento puede hacer cualquier cosa menos convertir a una mujer en hombre y viceversa”. Quizás el ejemplo está algo desfasado, pero todos podemos estar de acuerdo en que, por mucho en que se esfuercen, los parlamentarios no pueden derogar la ley de la gravedad. De igual manera, podría aprobarse una ley por la cual estuviese permitido azotar públicamente a los pelirrojos, y esta sería jurídicamente válida, aunque la situación posiblemente devendría en una insurrección popular que acabase con el linchamiento de todos los parlamentarios.

El derecho internacional nunca ha generado dudas al respecto. Aunque el Reino Unido firme cualesquiera tratados, su sistema legal se rige por el principio dualista, por el cual el derecho internacional sólo genera relaciones entre Estados, sin que pueda, por sí mismo, generar obligaciones al Reino Unido con respecto a sus ciudadanos. En otras palabras, los tratados, a efectos del derecho interno británico, son un mero papel mojado mientras Westminster no apruebe una trasposición legal. Por ejemplo, a pesar de que el país es parte de la Convención Europea de Derechos Humanos, los jueces británicos siempre han desoído la jurisprudencia del Tribunal de Derechos Humanos con respecto al derecho al sufragio activo de los presos, pues la normativa interna establece que los reclusos no pueden votar.

Scotland the Brave

La cuestión escocesa arroja algunos puntos a este debate. Es incuestionable que, si así lo quisiera Westminster, se podría abrogar la devolution (el proceso británico de descentralización, iniciado en los noventa) y disolver el autogobierno escocés. No obstante, incluso Dicey llegó a advertir ya en pleno siglo XIX que, sin perjuicio de la hipotética omnipotencia jurídica del legislativo británico, la supresión de las instituciones tradicionales escocesas supondría grave error político.

Una conocida sentencia escocesa llegó incluso a afirmar (caso MacCormick v. Lord Advocate) que la vigente soberanía parlamentaria británica no tiene precedente alguno en la historia del Reino de Escocia4, por lo que una ley que atacase los fundamentos del Tratado de la Unión (tratado por el cual los reinos de Inglaterra y Escocia se fusionaron en el Reino Unido de Gran Bretaña en 1707) podría ser de dudosa validez constitucional. En resumen, esta sentencia llegó a sugerir que el tratado y las leyes que rigieron la unión entre los dos reinos podrían ser un límite para las competencias legislativas de Westminster.

Muchos nacionalistas escoceses alegan, como “hecho diferencial escocés”, que el antiguo reino de Escocia tenía como principio constitucional la soberanía popular, según una interpretación bastante peculiar de la Declaración de Arboath de 13205. Igualmente, otra diferencia notable en las elecciones al contemporáneo parlamento escocés no se utiliza el First-past-the-post o sufragio mayoritario uninominal típico de las elecciones generales británicas, sino un sistema mixto en el que parte de los parlamentarios son elegidos también mediante el sistema proporcional.

En síntesis, podemos decir que Escocia, es, sin lugar a dudas, un considerable límite político a la autoridad del Parlamento británico, sin bien la posibilidad de que suponga también un límite jurídico al mismo es una cuestión por el momento reservada al ámbito académico.

La otra Unión

Si ha existido una institución que realmente ha podido suponer una amenaza a la soberanía parlamentaria, esa ha sido la Unión Europea. Un principio fundamental del derecho comunitario, respaldado por el Tribunal de Justicia de la Unión Europea, es la primacía del derecho europeo, que predica la superioridad de este sobre los derechos internos de los miembros de la Unión.

Obviamente, esto entraba en claro conflicto con el principio de supremacía parlamentaria, e implicaba una sustancial cesión de competencias a las instituciones europeas. Jurídicamente, se intentó conciliar ambos principios a través de la European Communities Act 1972, por la cual, la cesión a la UE se hacía por voluntad del Parlamento británico. Con esta ley, los tratados europeos pasaban a formar parte del derecho interno del país. Si el Parlamento cambiaba de opinión, siempre podría derogar esta norma y recuperar sus facultades. Así, con esta hipotética solución “por las malas”, se cumplía la premisa de Dicey: la UE no violentaba el poder inapelable del Parlamento, aunque había que reconocer que no era la más práctica de las salidas.

No obstante, no tardó en llegar el conflicto: en el caso Factortame la Merchant Shipping Act 1988 chocó directamente con el derecho europeo. Los jueces de la Cámara de los Lores (la cúspide del sistema judicial británico hasta 2009) resolvieron que se debía aplicar la normativa comunitaria, aunque justificaron que esto se hacía únicamente por aplicación de la European Communities Act 1972 en tanto que ley del Parlamento y no por efecto directo de ninguna norma europea. De esta forma, se preservaba de nuevo la supremacía parlamentaria y el sistema dualismo británico.

No obstante, se debe observar una importante circunstancia. La Merchant shipping Act es posterior a la European Communities Act. Hubiera sido lógico que, ante leyes jerárquicamente iguales, se aplicase el lex posterior derogat priori. No obstante, con esta sentencia se introdujo una doctrina clave para el constitucionalismo británico: aquellas leyes que sean interpretadas como parte del acervo constitucional británico sólo podrán ser derogadas o modificadas por una ley posterior en la que se afirme, de manera expresa, la intención del legislador de alterar la concreta ley anterior. Este precedente supone, por tanto, dotar a las leyes con naturaleza constitucional de una fuerza pasiva especial, que impide la derogación tácita. A su vez, esto supone lo más cercano que existe al control de constitucionalidad en el derecho británico.

Aunque formalmente el derecho de la Unión no vulneraba el básico principio constitucional británico, parece que los jueces de las islas dentro de unos años no tendrán que preocuparse nunca más por el derecho comunitario. Dicey siempre gana.

Andrés Martínez Morán
Colaborador especialista en Derecho anglosajón


  1. “[…] A sovranità appartiene al popolo, che la esercita nelle forme e nei limiti della Costituzione”
  2. El soberano es el Parlamento en su conjunto, esto es, la concurrencia de la Cámara de los Comunes, la Cámara de los Lores y el Rey en el proceso legislativo. Una sola cámara del Parlamento por sí misma no lo es. Todo ello sin perjuicio del claro protagonismo que desempeña la Cámara de los Comunes,
  3. Por ejemplo, véase la War Damage Act 1965.
  4. El parlamento británico nace con las Acts of Union 1707, mediante las cuales se fusionaron los reinos de Inglaterra y Escocia, que hasta entonces mantenían parlamentos independientes. De conformidad con el juez del caso MacCormick, la soberanía parlamentaria era característica del parlamento inglés, pero no del escocés, por lo que cuestiona que en el reino resultante de la unión no haya heredado ninguna tradición parlamentaria escocesa.
  5. Se trata de una misiva dirigida al papa Juan XXII por la corte del Rey Robert I “the Bruce”, que tenía como fin reafirmar la independencia escocesa frente a la Inglaterra angevina.


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